lunes, 9 de septiembre de 2013

El juglar del siglo XX



Rafael Escalona, el compositor más prolífico y sobresaliente de la música vallenata y uno de los grandes personajes de la historia musical de Colombia, nació el 27 de mayo de 1927 en Patillal, departamento del actual departamento del Cesar y que entonces hacía parte del Magdalena grande con buena parte de La Guajira.

La vida del compositor se resume en casi un centenar de canciones que, reunidas, son un compendio de la vida, la sociedad y la historia de su tierra durante la mayor parte del siglo pasado.

Si hubiera que hablar de una figura que simbolice ese género musical de acordeón que nació en esas tierras que bañan los ríos Cesar, Guatapurí , Badillo y Ranchería, asentadas plácidamente en las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta, no podría haber una figura más apropiada que la de Escalona.

Ese mundo mágico de guitarras y acordeones, de juglares, vaqueros, indios y contrabandistas, que quedó inmortalizado en la literatura universal de la mano de Gabriel García Márquez en ‘Cien años de soledad’, en cuyas páginas aparece este juglar.

Porque ‘Gabo’, quien fue su compañero de veladas interminables en varias ediciones del Festival Vallenato, menciona con nombre propio a Escalona en su novela cumbre -de la que afirma que no es más que un vallenato de 350 páginas-, e invitó al maestro asistir con muchos colombianos más a la ceremonia en la que recibió el Premio Nobel de Literatura de 1982 en Estocolmo.

El compositor fue hijo de Clemente Escalona Labarcés, quien obtuvo el rango de coronel en la Guerra de los Mi Días, y de Margarita Martínez Celedón que bautizaron como Rafael Calixto al séptimo de nueve hermanos

De Patillal, Rafael pasó a Valledupar, donde estudió en el Colegio Nacional Loperena, y de allí a Santa Marta, donde fue alumno del renombrado Liceo Celedón, tal como aparece consignado en las letras de varios de sus temas más famosos: ‘El testamento’ y ‘El hambre del liceo’.

El primer tema del autor lo compuso cuando solo tenía 15 años, ‘El profe Castañeda’, para despedir a uno de sus maestros, que fue trasladado a otra región, en medio del pesar de los discípulos.

Seguirían canciones que le han dado la vuelta al mundo, temas de hondo calado en la cultura de los colombianos y que expresan las costumbres, los problemas y la historia regionales: la aventura del contrabando y el comercio de la frontera que se narran en ‘El Almirante Padilla’, ‘El chevrolito’ y ‘Tite Socarrás’, la crónica de un suceso popular que constituye ‘La custodia de Badillo’, la diferencia de clase social en “La patillalera”, las historias amorosas juveniles de ‘El testamento’, el amor puro de ‘El Mejoral’, los romances de “la Maye”, ‘La brasilera’ y ‘Dina Luz’, la ternura paterna de ‘La casa en el aire’ o la honda sensibilidad contenida en ‘Elegía a Jaime Molina’, uno de sus amigos del alma.

Otras menos conocidas, pero de gran contenido afectivo y no menos riqueza musical como ‘La muerte de Pedro Castro’, que el maestro compuso cuando el ilustre hombre público, “el hombre más grande que el Valle ha tenido”, y a quien ya nombraba en ‘La custodia de Badillo’, pereció en un accidente de carretera cerca de su finca en el Magdalena.

Pero sin excepción, todos los temas eran auténticas crónicas de aquella provincia asentada a los pies de ‘la Nevada’, en una época en que esa música estaba reservada para hombres del pueblo y peones, cuando él era de una familia de linaje y pariente de personajes como el obispo Rafael Celedón.

Esos aires de Escalona, que al principio sonaban solo en su tierra y un poco más allá, en la Costa Caribe, saldrían hacia el resto del país, tímidamente, en la década de los 50 y poco a poco ganarían espacio en emisoras hasta quedarse para siempre en la conciencia popular, antes de trascender las fronteras.

Fue Nicolás 'Colacho' Mendoza quien vertió las canciones de Rafael Escalona al instrumento de fuelle y botones, originario de Alemania, a finales de la década de 1950, si bien por entonces los aires del compositor tenían ya gran difusión en la guitarra del trío Bovea y sus Vallenatos, con la voz de Alberto Fernández.

Dos décadas, más tarde los aires vallenatos y sus variantes de otras zonas de la Costa, como la música sabanera, habían adquirido carta de ciudadanía en los recintos del resto del país, antes de ser reconocidos en otros países latinoamericanos e incluso de otros continentes y escucharse en recintos como la Casa Blanca, en la voz de intérpretes infantiles que le cantaron al Presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, ya en vísperas del tercer milenio.

Consuelo Araújo Noguera, quien fundara hace cuatro décadas el Festival de la Leyenda Vallenata con Escalona, afirma que el maestro Rafael "se convirtió en el gran relator, en el notario de nuestra vida hecha historia musical gracias a su talento", según escribió en su libro ‘Escalona, el hombre y el mito’.

La desparecida autora y gestora cultural recuerda que en sus comienzos, Escalona "hacía el canto memorizándose la letra y guardando la melodía en la cabeza, ya que no sabía escribir música” y luego iba donde su buen amigo Poncho Cotes y tarareaba e interpretaba en la guitarra.

Fue precisamente con Consuelo Araújo, ‘La Cacica Vallenata’ -por el seudónimo con el que firmaba su columna en El Espectador-, con quien Escalona fundó en 1968 el Festival, con el apoyo del entonces Gobernador del Cesar y primera persona en dirigir los destinos del recién creado departamento, Alfonso López Michelsen, quien sería Presidente de Colombia de 1974 a 1978 y por cuyas venas corría sangre vallenata, pues su abuela, Rosario Pumarejo Cotes, era de esta tierra.

La Cacica’ considera a Escalona "el más grande de todos" dentro de ese numeroso grupo de juglares del vallenato en el que también se cuentan compositores y músicos, muchos de los cuales le llevaban años de edad: Tobías Enrique Pumarejo, José María Gómez Daza, Emiliano Zuleta, Alejo Durán y Leandro Díaz, Luis Enrique Martínez, Lorenzo Morales, Juancho Polo Valencia, Náfer Durán, Abel Antonio Villa y muchos más.

Rafael Escalona vivió casi siempre en Valledupar, salvo excepciones. En 1975 fue nombrado cónsul de Colombia en Colón (Panamá) y parte de sus últimos años los pasó en Bogotá, donde ya era familiar en los círculos sociales y culturales de Bogotá y en las asociaciones musicales, su estampa misteriosa, envuelto en un abrigo de paño y con sombrero alón.

Pero no faltaban sus escapadas a su región natal y a otros puntos de la Costa Caribe.

“Seguido por un regimiento de amigos y partidarios irreductibles, como él, en su empeño de de vivir intensamente y apasionadamente, la vida de Escalona fue nada más ni nada menos que un solo canto largo y continuado”, recordaba Consuelo Araújo.

Y así iba Rafael Escalona de Valledupar a La Paz, de Patillal a Codazzi. Amanecía en Villanueva, o en Manaure, por la tarde pasaba por Juan del Cesar o Fonseca, Barrancas, Urumita o El Molino, donde la gente, sin distingos, silbaba o entonaba fragmentos de esas crónicas cantadas que son sus canciones.

Y atendía en Valledupar, en los días de Festival, la invasión de cachacos atraídos por la hospitalidad de los vallenatos y sus casas señoriales con enormes patios sombreados por ‘palos’ de mango.

En sus últimos, sin dejarse vencer por los achaques de la vejez, iba y venía y vio enterrar a amigos y contemporáneos, como ‘el doctor López’, que falleció en 2007 y cuya desaparición le impactó hondamente.

Uno de sus últimos viajes fue a mediados de ese año a Nabusímake -tierra donde nace el sol- que es la capital arhuaca de la Sierra Nevada por el lado cesarense. Allí asistió a un pagamento, ceremonia organizada para desagraviar a la tierra paradisíaca de esos aborígenes de mochila que de vez en cuando bajan de la Sierra al Valle.

Ese día el maestro Escalona sufrió una indisposición de salud que hizo temer a los invitados. Fue entonces cuando Carlos Vives, quien llevara los aires de Escalona a la televisión, como actor, y a las emisoras juveniles de muchos países en los últimos quince años como intérprete, acudió angustiado y de prisa a auxiliar al compositor y le dijo: ‘Maestro, no se nos vaya, que usted es nuestro padre”.


lunes, 19 de noviembre de 2012

Autos oficiales: ¿Y esos carros negros?

Unos carros negros con cara de oficiales y marca desconocida circulan por Bogotá. ¿Europeos, japoneses, coreanos?

 
Ninguna de los tres. Son chinos. El problema es que la propia marca no aparece en la carrocería excepto el modelo, que es Besturn 70.

 
Varios de estos automóviles negros y grises con placas particulares de las que sabemos oficiales, que comienzan por OBF y por OCJ, se ven en el centro de la capital colombiana.
 


Bien. Se trata de automóviles producidos por la fábrica Hongqi, que por años elaboró los vehículos de los altos funcionarios y dignatarios del gobierno de Pekín. Hongqui traduce bandera roja, que como se sabe, es la de la República Popular China.

 
La verdad su diseño es agradable y no ofrecen la reticencia de muchos modelos chinos, endebles, feos o simplemente copias burdas de modelos occidentales.

 
Y la historia es sencilla. Los vehículos, más de 40, fueron donados por el Gobierno de China.

 
La donación de estos carros fue iniciativa del Gobierno del gigante asiático, en la Cumbre Empresarial China-América Latina efectuada el 26 de noviembre de 2009.

 
La donación fue recibida por el Ministerio de Relaciones Exteriores y lo que entonces se llamaba Acción Social. Además de la Cancillería, los carros se destinaron al Departamento Administrativo para la Prosperidad Social y la Agencia Presidencial de Cooperación Internacional de Colombia, APC-Colombia.
 

Pero hemos visto otros en las puertas de los ministerios de Cultura y de Justicia.

 
De acuerdo con las dependencias oficiales, la entrega se hizo en dos fases: en 2011 se entregaron 32 carros Hongqi Besturn B70 2.3 AT Luxury Car y 3 buses modelo XQ6861 y H2. En una segunda fase, prevista para el segundo semestre de 2012, se pactó la entrega de 12 vehículos restantes, incluyendo Hongqi Shengshi 3.0 Luxury Saloon Car.

 
Dentro de este proceso se capacitaron técnicos del Centro de Tecnologías de Transporte, del SENA, para el mantenimiento de los vehículos donados.

 
De esta forma llegaron al país los técnicos Wang Tiezheng y Lv Xiaoqiang, invitados por la embajada china.

 
 
Y esto nos da pie para intentar empezar a hacer una historia de las flotillas oficiales.


El hecho es que la flotilla uniforme, al estilo de países como Rusia, Brasil o las naciones del lejano oriente,  recuerda cuando incluso acá en Colombia la mayoría de los funcionarios tenía vehículos iguales o muy parecidos. Alguien debe recordar cómo en los 70 todos los altos oficiales de las Fuerzas Militares tenían Mercedes Benz 200. Negros para los superiores, verde oliva para los del Ejército, blancos la Armada, azules la Fuerza Aérea.
 

La propia Presidencia de la República tenía una decena de Mercedes para los secretarios. Y varias veces, en 1979 y 1988, los cambiaron por modelos más nuevos de la misma marca cuando cumplieron su ciclo.  

 
Se decía que Automercantil, el concesionario único de MB en el país, los recibía y vendía a precio comercial, a pesar de su regular estado mecánico, y por el mismo precio entregaba los nuevos que valían menos, ya que no pagaban impuestos.





Otros aseguraban que esos Mercedes manejados por soldados eran parte de canjes con café exportado a Alemania.

 
En la España franquista todos los ministros tenían esos aparatosos Dodge que buscaban imitar un carro americano. Y en Centroamérica la mayoría de los países usaban automóviles japoneses como Toyota y Nissan para sus burócratas. Y así en Francia con Peugeot o Citroen medianos.

 
Las circunstancias de seguridad, mal estado de las vías y la necesidad de alto blindaje obligaron a utilizar camionetas 4x4, generalmente Toyota.

 
Pero ahora en plena segunda década del siglo XXI este grupo de autos chinos recuerda el vehículo mediano y uniforme para los funcionarios públicos.

 
La Cancillería, en su flotilla de más de 50 vehículos, 30 de ellos Chevrolet Cruze, incorporó en el 2012 cinco de estos Hongqi Besturn, adscritos a la Dirección de Protocolo y que, naturalmente,  llevan placas diplomáticas azul y blanco.  
 

Dos Besturn en el parqueadero del Archivo Nacional,
a pocos metros de la Casa de Nariño
Todo esto parece un buen principio para volver al automóvil –luego de años de camionetas– oficial y también el regreso a un automóvil estándar. Al fin y al cabo el propio presidente se bajó de las Toyota, que ahora son parte de la escolta y comitiva de servicios, para movilizarse en sedán, en este caso de nuevo BMW del modelo la gama más alta, la serie 7. Pero esto será motivo de una crónica más amplia otro día.

viernes, 5 de octubre de 2012

Venezuela y Cuba: coincidencias sobre ruedas



Muchos hombres nacieron jugando a los soldados, a los vaqueros o a los futbolistas, y algunos, o todos en algún tiempo, jugaron con carritos. Desde los de metal traídos de Japón, Taiwán o China; de plástico caídos de una piñata o de madera y tapas de gaseosa hechos por un ebanista en el pueblo. Esa inclinación acompaña a algunos hasta la adolescencia y en ciertos casos graves, en la edad adulta.

Los automóviles se convirtieron, desde su aparición hace más de un siglo, en parte del paisaje y de los rasgos de pueblos y civilizaciones. De ahí que se hablara de los carros americanos, para diferenciarlos de los europeos, por su diferencia de tamaño y consumo. Y que en años más recientes, se hablara de coches japoneses, por su fisonomía inconfundible, a lo que siguieron los autos coreanos. Ello sin hablar de los automóviles rusos de los tiempos de la Cortina de Hierro, imitaciones de los de Detroit con aletas y enormes motores V-8 . Y ahora los chinos, que tienen de todo.

La industria automovilística norteamericana tuvo su época dorada entre los años 50, 60 y 70, en las que sus automóviles se caracterizaron por la opulencia, hasta cuando el embargo petrolero dispuesto por los jeques árabes obligó a repensar los tamaños de carrocerías y motores.

Por entonces algunos países eran satélites del mercado automovilístico gringo, especialmente los del área del Caribe. De aquel esplendor poco queda y diríamos que los vestigios se reducen a dos países: Cuba y Venezuela. Cuyos gobiernos hoy en día andan muy amigos.

Cuba es un verdadero museo de ruedas, pero con piezas de finales de los 50, cuando la revolución de Fidel tumbó a Fulgencio Batista. Los viejos y remendados Ford, Mercury, Chevrolet, Oldsmobile, Buick, Pontiac, Chrysler, Dodge, Plymouth y De Soto sobreviven por las calles de La Habana.

Y Venezuela, que fue tal vez el mejor mercado de carros gringos durante casi cuatro décadas, por la bonanza petrolera y el bajo precio de la gasolina, ahora está llena de antiguallas, muchas en estado deplorable, ante la mala situación económica del país.

Los Chevrolet Caprice, Impala y Malibú, los Ford LTD y Fairlane, los Chrysler New Yorker y los Dodge Coronet y Dart de los 70 y 80, todos V-8, circulan por las calles de las principales ciudades venezolanas y se niegan a jubilarse.

En Maracaibo, la ciudad petrolera por excelencia, las avenidas de mayor tráfico están llenas de cacharros de éstos, cuyos grandes motores se alimentan con combustible muy barato.

Resulta gracioso, pero cuando las autoridades de la ciudad intentaron sacar de las calles estas lacras de los 70 y 80, los choferes invocaron su derecho al trabajo y las autoridades de la capital del Zulia, por lo demás afines al gobernante de boína roja, les dieron gusto. Y como si fuera poco, terminaron adoptando como parte del folclor de la ciudad la vetusta flotilla de “carros por puesto”, es decir, los que venden sus cinco cupos.

Resultado, aquí vemos un Ford Fairmont 1980, que para su tiempo era un vehículo compacto en EEUU y ahora resulta grande. Y sigue campante de servicio en Maracaibo. Y al lado de compañeros de mayor alcurnia como los cotizados y viejos Caprice y LTD, ostenta con orgullo la placa de la República Bolivariana, lo único nuevo en esa tonelada de lata.

Cuba y Venezuela, guardadas las proporciones, se parecen en algo más que sus sistemas políticos y sus acentos del Caribe.

jueves, 20 de octubre de 2011

Venezuela en Colombia

Para una amiga del alma que me habló de esto primero.

Atrás quedaron los tiempos en los que Venezuela era un emporio de riqueza generada por el petróleo –la Venezuela Saudita de la que hablara Domingo Alberto Rangel– y un sueño para los colombianos, que canjeaban su habilidad para el trabajo por las ganancias en los bolívares fuertes de entonces y el bienestar de un país próspero que permitía ahorrar, capitalizar y enviar apoyo económico al resto de  la familias que se quedaba en Colombia.

Esa Venezuela sencillamente ya no existe. Y aunque en Colombia hay vientos de cambio y signos de prosperidad, subsisten problemas, y no sería exacto afirmar que estamos en el paraíso.

Pero una mayoría de venezolanos piensa algo así. Es decir, que Colombia es un país en ascenso, donde hay seguridad y bienestar, comparado con el suyo que atraviesa por una crisis. Así lo confirma el acento venezolano que se oye fácilmente en los supermercados, centros comerciales y universidades colombianos. Por lo menos en Bogotá.

Ya es común oír a alguien decir que en su edificio hay no uno, sino dos o tres apartamentos ocupados por familias venezolanas. Y hay una penetración lenta y silenciosa de empresas venezolanas en el paisaje colombiano y de ciudadanos venezolanos en otros campos, como la cultura. La vemos mejor quizá quienes algún día pasamos por allí y aprendimos a tener dos patrias sin faltarle a ninguna.

En los almacenes Éxito, hoy de propiedad francesa pero de origen y todavía de sangre antioqueña,  los estantes de arepas ahora están dominados por una marca que no tiene nada de paisa. Arepas P.A.N. producidas por Polar de Colombia, fábrica que obviamente es la misma del grupo empresarial de la familia Mendoza, de Caracas.

En los mismos Éxitos se consigue hace años cerveza Regional enlatada en Maracaibo, más barata que la que produce Bavaria, en Colombia, pero en todo caso para quienes tenemos la sangre y el corazón repartidos entre las dos naciones podría ser mucho más. Así como en nuestros viajes vemos que las venezolanas se pueden vestir interiormente gracias a Leonisa. Y que en sus centros comerciales tienen las opciones colombianas de Naf Naf, Armi, Pronto, Gef y Color Siete, porque la industria venezolana apenas existe.

No vamos a repetir como si fuera un descubrimiento nuestro lo que ya la revista Semana publicó en una historia de portada titulada “Llegaron los venezolanos”, que causó bastante interés entre mucha gente del país vecino.

Capítulo interesante de este fenómeno lo constituye la variedad de restaurantes montados por venezolanos en Bogotá.

No, no es solo la Arepería de la 85 con 13. Ni Budares, el negocio de arepas que reemplazó al café D’s Madre de la 11 con 73, cerca de la Porciúncula y el Gimnasio Moderno, esos sectores tan pero tan bogotanos. Es mucho más.

Las guías gastronómicas de internet tienen una oferta de puntos venezolanos realmente llamativa y abundante. Abba Parrilla en la carrera 15 con 95, Piccola Venezia en la 96 con 11 A, por ejemplo.

Y no es solo en el Chicó, la cosa. También hay delicias venezolanas más al norte, en Villa del Prado, en barrios populares como Rionegro y cerca de la zona de Ecopetrol o Parque Nacional, hay negocios con sazón venezolana.

Está cerca el día en que los colombianos sepan qué son los cachitos de jamón, las cachapas, el pabellón, la chicha, los tequeños, los pepitos, la Reina Pepiada y el queso de mano. Hasta las mandocas maracuchas. Y quizá sabrán también que para un venezolano no hay navidad sin hallacas y pan de jamón.

Y así debe ser, porque si ha habido diferencias históricas y en algunos casos animadversión y enemistad, el destino de dos países hermanos tiene que ser común, aún en medio de las diferencias. Aunque suene a retórica.

Pero es que muchas de esas delicias de la mesa venezolana tienen su equivalente en Colombia. Las hallacas se parecen a los tamales y la Frescolita algo tiene que ver con la Colombiana. Se puede aceptar el Chocolisto paisa cuando no hay Toddy y algo tienen que ver las arepas de choclo y las cachapas.

Hace casi cuatro décadas Ana y Jaime cantaban “Café y petróleo” y esa cumbia del mar y ese joropo del llano están cada vez más cerca. Y hoy en Colombia hablan de zaperoco y de chévere, en tanto que que en Venezuela se dice ponerse las pilas o comer patacones, en un enriquecimiento léxico recíproco.

Venezuela fue y, quiera Dios, volverá a ser un paraíso. Colombia ha sido siempre un buen vividero y un lugar grato y entrañable. A pesar de lo que sea, porque el país se ha ganado a pulso tiempos mejores. La diferencia es que acá las cosas, digamos, llegaron más lentamente y sin tanta espectacularidad.